Le llamaban loco

Por Laura Aguilar Ramírez
Para Puntadas de familia


Había una vez en una pequeña ciudad, un pequeño hombrecito. Pequeño de estatura y pequeño en el órden social.

Era inmensamente pobre, tan pobre que sus pertenencias cabían en un pequeño morra. Vivía en la choza de su tío, pobre como él. Su mujer y sus hijos habían perecido en un accidente al caer una piedra sobre su hogar durante una tempestad de las muchas que se daban en ésos lugares tan alejados de la mano de los hombres. Había llegado de un lejano pueblo a buscar mejores oportunidades, había encontrado un lugar para su familia en lo alto de un cerro. Era el mejor lugar dadas sus precarias condiciones.

Se dedicaba a trabajar labrando la tierra. Al suceder el accidente donde perdió a su familia y al verse sin hogar, un buen tío suyo le dió asilo. Era también viudo, sin hijos. Estos habían muerto en una de las muchas epidemias que se daban de manera cíclica por aquellos sitios.

Pareciera que la vida se había ensañado con éstos dos seres, pareciera que Dios se había olvidado de ellos.

Amaba a su tío sobre todas las cosas. Sin él estaría sólo en el mundo. Iba a donde le decían que estaba Dios para rogarle, para pedirle unirse a sus antepasados, a su familia desaparecida. Sólo el amor a su tío lo retenía y ahora su tío estaba enfermo. Corrió a buscar al médico, enojado con Dios que le quitaba lo único que le quedaba. El era bueno, cumplia con lo que le ordenaban, no era asesino ni ladrón como tantos. ¿Porqué Dios no lo escuchaba?

De pronto, escuchó a alguien cantar. Era un canto bello. Pensó ¿quíen canta si estoy sólo? Creyó estar loco. "Sólo ésto falta"-pensó.

La música no cesaba, volteaba para un lado y para otro. De pronto, una hermosa muchachita estaba frente a él. Era tan bella como la imágen que el padrecito de la iglesia le había enseñado.

Dijo que era la madre de Dios, le pidió que fuera con el Obispo, cosa que hizo.

El Obispo creyó que había enloquecido. Los servidores del Obispo creyeron que estaba loco. Su tío creyó que estaba loco.

La muchachita le pidió subir al cerro pelón donde se encontraron. Y al subir, halló bellas rosas como nunca las había visto. Deseó quedarse en ése lugar donde se respiraba paz, donde el olor de las flores era sin igual, donde se escuchaba música celestial. Nunca se había sentido tan bien.

Sin embargo, la muchachita lo envió de nuevo con el Obispo, a llevarle rosas de ése cerro. Al abrir su ayate ante el Obispo, las rosas cayeron, dejando ver la imágen de la muchachita a la cual el Obispo reconoció como a la Madre de Dios.

Todos los que lo creyeron loco, se dieron cuenta que el que está loco de amor por los hombres es Dios. Tanto que basta elevar los ojos hacia El, basta pedirle para que su misericordia se haga presente en nuestra vida.

Desde entonces, todo cambió para el pequeño hombrecito. Su tío sanó y vivió aún varios años. El encontró sitio junto al templo que la muchachita había pedido se construyera. Era feliz limpiando el lugar y contando a la gente las maravillas que había visto.

Y sobre todo, tenía el honor y la dicha de sentir el amor de la hermosa muchachita que le salió al paso en el momento más difícil de su vida.

Así es el amor de Dios. Grande, tan grande que no se puede imaginar.
Tan grande que se hace presente de las maneras más insospechadas