Iban María y José camino a Belén, y el burrito trotaba alegremente enfrente de ellos.
José, acostumbrado a caminar, se apoyaba en un bastón marchando, gracias a él, rápido y ligero.
María, la querida Madre de Jesús, se esforzaba en mantener su paso. Más sus delicados pies constantemente se lastimaban con las agudas y afiladas piedras del camino. Sin embargo, hacía un gran esfuerzo para controlar tal dolor.
De repente brotó una lágrima de sus ojos que no pudo contener. Ni siquiera José, preocupado por seguir el camino correcto, se dio cuenta de eso, ni mucho menos el burrito.
En cambio, un Ángel que los acompañaba vio muy bien las lágrimas de María y acercándose le dijo: "Querída María, ¿por qué lloras? si estás camino a Belén donde vas a dar a luz al Niño Jesús, ¿no te llena esto de alegría?
María le contestó: "con gusto daré al Amado Niño y no quiero quejarme. Pero estas piedras opacas y duras me lastiman los pies y me cuesta mucho trabajo caminar sobre ellas".
Cuando el Ángel escuchó estas palabras, supo qué hacer: miró hacia las piedras con ojos celestiales que irradiaban luz y, bajo su mirada brillante, las piedras se transformaron, redondearon sus esquinas y filos tornándose coloridas y relucientes. Algunas se volvieron transparentes como cristal y brillaban en la luz que irradiaba el Ángel.
A partir de ese momento la Virgen María pudo caminar segura y firmemente, sin nada que lo impidiera.
EL SECRETO DE LA GRAN ROCA
Un día, María y José en su camino a Belén, se encontraron frente a una gigantesca roca que estaba en el medio del camino y obligaba a los que por allí pasaban a desviarse al lado derecho o al lado izquierdo entre las hierbas, o a trepar por encima de la roca.
El hecho de encontrarse allí se debía a una razón especial: cuando el camino fue construido, siete hombres con todas sus fuerzas la empujaron hacia un lado.
Sin embargo, al regresar a su trabajo, la gran roca nuevamente se encontraba en el lugar anterior como si nunca se hubiese movido.
Con refunfuños y regaños los fuertes hombres por segunda vez la retiraron del camino. Sin embargo, al día siguiente la encontraron nuevamente en su lugar. Por tercera vez la quitaron y cuando al otro día llegaron, la volvieron a encontrar, como si nunca se hubiese movido de allí. Extrañados los hombre ya no maldijeron más, sino que se miraron y se preguntaron qué significaría esto.
Como no hubo contestación a su pregunta, fueron a buscar a un ermitaño que vivía en el bosque y le hablaron de la roca que siempre misteriosamente regresaba a su lugar.
El ermitaño los escuchó atentamente y con una mirada comprensiva les dijo: “El que va a quitar del paso la roca, aún no ha aparecido.
Dejad la piedra en su lugar y permitid que la retire aquél predestinado para hacerlo.”
Los hombre fuertes siguieron su consejo y así dejaron la piedra, a pesar de las muchas quejas de los viajeros.
También María y José se detuvieron enfrente de la roca.
Desde luego José no la podía mover, ni siquiera con la ayuda de su burrito. Mientras esperaban pensativos, José casualmente tocó la roca con su bastón. Sólo fue un golpe muy suave sin intención alguna. Cuando apenas el bastón había tocado la gran roca, ésta se partió en dos y cada mitad cayó a un lado del camino.
Ahora se podía ver que la enorme roca en su interior estaba llena de cristales, los cuales brillaban de una manera maravillosa a la luz del sol.
Poco tiempo después el ermitaño pasó por este camino. Al ver la roca partida, llena de brillantes cristales, sus ojos se iluminaron: “Aquel que fue predestinado para quitar del paso esta roca, ha llegado”, se dijo a sí mismo y la alegría y la esperanza llenaron su corazón.
Cuento de "Cuentos de Navidad" Georg Dreissing