Luz de amor-Cuento de Adviento


La luz en el candil”
Tito, el posadero, tomó su candil porque ya había oscurecido y necesitaba ir al establo para dar al buey Remus su buena porción de heno fresco. Al encender la vela del candil se dio cuenta de que casi se había consumido.

-“Para ir al establo me alcanzará”.-Murmuró y salió al patio. La suave luz del candil aclaró la oscuridad nocturna.

Cuando llegó al pesebre, Tito colocó la lámpara en un gancho que colgaba en la pared y se puso a trabajar. En el momento en que estaba repartiendo el heno fresco en el pesebre, oyó mucho ruido que venía de la casa. Su esposa lo está llamando:
-“Tito, ¿dónde estás? ¡Acaban de llegar huéspedes!

Entonces el posadero dejó caer el heno y cogió el candil. En ese instante la luz tembló, brilló con fuerza durante un segundo y luego se apagó.

-“No importa” gruño Tito. Dejó el candil colgado sobre el pesebre y corrió a su casa, pasando por el patio oscuro.

Al otro día no se acordaba ya del candil. Esa noche, cuando lo buscó, se acordó de que lo había dejado colgado en el gancho cerca del pesebre. Buscó otra vela para colgarla en el lugar de la anterior. Más al salir al patio vio un suave resplandor que salía por la ventana del corral. Sorprendido se rascó la cabeza:
-¿Quién había encendido aquella luz? ¿Acaso no la había visto apagada?

El posadero llamó a su esposa para que también viera esta misteriosa luz.
-“Qué raro”, murmuró cuando entraron en el corral. “Alumbra sin necesidad”.

La esposa dijo: -“Quién sabe por qué no se quiere apagar. Mejor la dejamos que se apague sola.

Por eso, cuando María y José con el burrito buscaron posada la noche de Navidad, encontraron el corral ya suavemente iluminado. La luz siguió alumbrando hasta que nació el niño Jesús, que luego siguió iluminando el mundo a su alrededor.

Ustedes seguramente quieren saber qué clase de misteriosa luz era aquella que brillaba tan diligente en el candil sin apagarse. Desde luego no fue una vela común y corriente.

Se los voy a descubrir: una estrellita se había deslizado con amor dentro del candil porque quería estar muy cerca cuando el niño Jesús naciera. Por eso, sigilosamente, se había sentado dentro brindando su amable brillo.

Si Tito el posadero hubiera mirado bien también la habría descubierto.


El Ángel rojo
Hoy un segundo Ángel desciende del cielo: va vestido con una gran capa roja y lleva en la mano izquierda una gran cesta, toda de oro.

La cesta está vacía y Él anhela llenarla para luego llevarla rebosante ante el trono de Dios, pero, ¿qué va a poner en la cesta? La cesta es muy fina y delicada, pues está hecha con rayos de sol; por lo que no ha de llenarse con cosas duras y pesadas.

El Ángel pasa muy discretamente por todas las casas, por toda la Tierra y busca, pero ¿qué busca? Mira el corazón de todos los Hombres, para ver si encuentra un poco de amor que sea puro, y ese amor lo coloca en la cesta y … lo lleva hacia el cielo. y allá, aquellos que murieron en la tierra, toman ese amor y hacen de él la luz para las estrellas.

“¿Por qué las manzanas tienen las mejillas rojas?
En el Paraíso había un árbol que estaba reservado únicamente a Dios. Lleno de las manzanas más bellas y rojas que uno pueda imaginarse, era tan maravilloso que cualquier animalito que pasaba o ave que revoloteaba, quedaba atraído por su belleza.

También Adán y Eva, cuando vivían en el Paraíso se extasiaban contemplando este árbol cuyo fruto pertenecía solamente a Dios. Cuando un día Eva, tentada por la serpiente, probó una manzana y convidó a Adán, de repente, el árbol perdió toda su belleza.

Cuando fueron expulsados del Paraíso, éste también había perdido su árbol más bello, el que había sufrido tal susto que sus frutos perdieron su color y se endurecieron. Si alguien los hubiese probado, ya no los hubiese encontrado dulces y jugosos, sino amargos como la hiel.

Sin embargo, el árbol algún día recuperaría su belleza, pero sólo muchos siglos después.

En el jardín de María y José de Nazaret se encontraba un descendiente de aquel árbol del Paraíso.

Pequeño todavía, daba cada año duras y amargas manzanitas que nadie, ni siquiera el burrito quería comer.

Y he aquí que cuando el ángel se apareció a María para anunciarle que iba a ser la Madre de Dios, también se acercó al arbolito en el jardín y le susurró un mensaje:
-”Prepárate, manzano”, dijo el Ángel-“Porque la época de tu pobreza ya está por terminarse.
A media noche de la Navidad nacerá un niño, el niño de maría. Recuerda que eres el árbol que da los frutos de Dios
.”

Esto sucedió en primavera.

En las siguientes semanas María y José, llenos de admiración, pudieron observar al arbolito, vieron cómo fue creciendo y floreciendo primorosamente, hasta tal punto que, bajo esa carga, cualquier otro árbol se habría resquebrajado fácilmente.

Entre las ramas se escuchaba el murmullo y susurros de las abejas, que atraídas desde lejos se aproximaban hacia las flores para probarlas.

Transcurridos unos días, el árbol se había cubierto de verdes hojas, protectoras de aquello que apenas despuntaba y que surgiría después.

Al llegar el otoño, los frutos ya no crecieron como antes, duros y pequeños, sino bellamente sanos, grandes y redondos. Así, de una encantadora tonalidad de sutil rosado, había emergido paulatinamente un rojo que fulguraba hasta tal grado que las manzanas por fin tenían mejillas rojas. Ustedes ya se podrán imaginar por qué: sencillamente estaban felices de poder ser nuevamente los frutos de Dios antes de que Él bajara a la Tierra.

María reunió manzanas en una canasta, y al notarlas más lisas, firmes y carnosas, dijo a José: -“Vamos a guardarlas para nuestro Hijo.
Por esta razón, cuando tenían que caminar hacia Belén, el burrito, entre otras cosas, también cargaba una bolsa con manzanas rojas reservadas solamente para el Niño, que María y José no tocaban, aun cuando tenían que sufrir mucha hambre.

La consecuencia no se hizo esperar: la maldición fue retirada del manzano, que a partir de entonces pudo dar sus frutos a los seres humanos. Sin embargo, cada año algunas manzanas se apartan para el niño Jesús, aquellas que tienen las mejillas más rojas, a través de las cuales manifiestan realmente la genuina alegría del manzano porque el niño Jesús ha venido al mundo.

Por eso forman parte de la decoración del árbol de Navidad.