La gran fiesta

Por Laura Aguilar Ramírez

-Deseo tanto una gran fiesta...como nunca la he tenido- se quejaba amargamente una chica-Mis papás nunca me la han hecho. en cambio, mis primos que viven en.... tienen fiesta a cada rato.

Un ángel escuchó sus lamentos, así de fuerte lloraba.
Vestido de chica, decidió investigar un poco más. Se hizo su amiga y pronto descubrió la verdadera razón de sus lamentos.

Cuando empezó a contarle su triste historia, con su tierna voz y su carita tierna, la escuchó hasta el final. Después le preguntó:

-Y cómo piensas que sería tu gran fiesta?

-Deseo que haya muchos chicos que me admiren, y muchas chicas que me envidien.
Quiero que sea en un gran salón, con un bello vestido, que haya mesas llenas de dulces y bombones. También bebidas de todos colores y sabores. Quiero una gran decoración para que todos mis fans se vayan hacia atrás.

(Aquí debo decir que la chica tenía algunos seguidores en las redes sociales y se creía una gran tiktokera)

...Ah, pero no debe faltar una gran fuente de chocolate...- continuó la quejosa.

-Y ¿no crees que olvidas lo más importante?-preguntó el ángel. 
-mmmm... creo que no... ya pensé en los invitados, en el pastel, en el vestido... en todo

-Y qué dirías si te dijera que yo puedo hacer tu sueño realidad?. Puedo decirle a mi papá te haga tu fiesta.

-Deveras?- exclamó ilusionada

-Si...deveras. Sólo hay algunas condiciones porque quien puede hacerlo, las ha impuesto. No es cosa mía.

-Lo que quieras, lo que quieras...-decía cada vez más entusiasmada. Ya se imaginaba en un palacio con chambelanes vestidos de soldados ingleses y todo lo demás.

-Pues bien... primero que nada, harás una bella invitación dirigida a Dios. Pedirás que tu fiesta sea bendecida por El.
En seguida, extenderás otra invitación. Esta, a tus padres, donde les digas cuánto los amas y lo mucho que deseas estén contigo en ése gran día y toda la vida... juntos
.

A medida que el ángel hablaba, el rostro de nuestra chica iba palideciendo. Lo que nunca le había dicho a nadie, es que ella se había encargado de la separación de sus padres, porque no le gustaba que su madre le exigiera cumplir con sus deberes. Y sabiendo que su padre era un distraido, decidió que le convenía más su separación. E hizo todo lo posible para lograrlo hasta que lo consiguió. Y ahora aquí estaba ésta tonta diciéndole que debían sus padres estar juntos.
-"No es posible- pensaba enojada. Esta si que está turulata. Tanto trabajo que me ha tomado"

-Es que... es que...-decía, mientras pensaba qué hacer- Es que mis padres se separaron. Mi abuelita estaba enferma y mi mamá tiene que estar con ella y mi papá no tiene dinero- dijo, con la esperanza de conmover a su nueva amiga.

-Qué lástima. Entonces debes orar mucho por tu abuelita enferma y ayudar a tu padre con los gastos. No crees que éso es mejor a estar pensando en tu gran fiesta? Ya sé lo que haremos: te ayudaré a encontrar trabajo para que ayudes a tu padre, mientras tu madre regresa. Esperemos que lo haga al lado de tu abuelita recuperada.
Finalmente, éso es lo más importante
.

-Si.-dijo torciendo la boca, sin que su amiga la viera- Y entonces me ayudarás para hacer mi fiesta grande?- preguntó, con la esperanza de ver su sueño hecho realidad.

-Mmmm... si para cuando éso suceda, todavía deseas tu fiesta, trataré de ver lo que se puede hacer. Mientras, te contaré una historia que te puede servir de inspiración:
Cómo San Francisco curó milagrosamente de alma y cuerpo a un leproso

El verdadero discípulo de Cristo San Francisco, mientras vivió en esta vida miserable, ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto Maestro. Así sucedía muchas veces, por obra divina, que cuando él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma, tal como se lee de Cristo (cf. Mt 9,1-8). Por ello, no sólo servía él gustosamente a los leprosos, sino que había ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se detenían, sirvieran a los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros quiso ser tenido por un leproso (1).

Sucedió una vez, en un lugar no lejos de aquel en que entonces se hallaba San Francisco, que los hermanos servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había allí un leproso tan impaciente, insoportable y altanero, que todos estaban persuadidos, como era en verdad, que estaba poseído del demonio, porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le servían, y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo bendito y de su madre santísima la Virgen María, que no se hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle. Y por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia, por acrecentar el mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.

Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:
-- Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.

-- Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?

-- Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.

-- Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.

Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:
-- Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.

-- Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?

-- Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.

-- Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.

San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.

Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:
-- ¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!

Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia.

Y quiso Dios que aquel leproso, curado en el cuerpo y en el alma, enfermase de otra enfermedad quince días después de su arrepentimiento, y, fortalecido con los sacramentos eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los aires su alma se apareció a San Francisco cuando éste se hallaba orando en un bosque y le dijo:

-- ¿Me conoces?

-- ¿Quién eres? -dijo San Francisco.

-- Soy el leproso que Cristo bendito curó por tus méritos -dijo él-, y ahora voy a la vida eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu cuerpo, benditas sean tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe que en el mundo no hay un sólo día en que los santos ángeles y otros santos no estén dando gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu Orden realizáis en diversas partes del mundo. ¡Cobrad ánimo, dad gracias a Dios y seguid así con su bendición!

Dichas estas palabras, se fue al cielo; y San Francisco quedó muy consolado.

En alabanza de Cristo. Amén.