La ardilla había juntado abundante reservas de nueces.
Las había escondido acá y allá y las había recubierto cuidadosamente de ramas, de tierra y de hojas.
Era importante que las provisiones estuvieran en un lugar seguro, protegidas y bien escondidas.
Pero he ahí que la ardilla era incapaz, ella misma, de encontrar sus escondrijos. ¡Que pena!, la naturaleza le había ofrecido una mesa ricamente provista, y ahora, estaba sin nada. La ardilla no encontraba más que viejos restos. Y a pesar de sus provisiones, sufría de hambre.
Esto era bien fastidioso, sólo podía hacer una cosa, una cosa que no le gustaba nada: tenía que aventurarse a ir a las casa de los hombres en busca de algún alimento.
Fue así como un día la ardilla fue testigo de una triste escena. Unas personas pobres habían golpeado a la puerta de un albergue para pedir ayuda. La posadera
fue a abrir, los injurió y los echó a grandes gritos. La ardilla percibió sus rostros tan tristes y se sintió tan mal. En su corazoncito deseaba ayudarles. ¡Si por lo menos pudiese volver a encontrar sus provisiones!
Salió saltando hacia el bosque y se puso a buscar una vez más. Y de repente se hizo bien fácil. No era que le había vuelto la memoria, sino que allí donde había
escondido las nueces le parecía ver pequeñas lucecitas. La ardilla fue ahí a escarbar y volvió a encontrar sus reservas. Llenó sus carrillos de nueces y fue a encontrar a los viajeros. Estaba un poco temerosa, pero su timidez se fundió bajo las dulce miradas de María y José.
Con presteza, saltó cerca de ellos y dejó en el camino 2 nueces para cada uno de ellos. Dirán sin duda alguna: ¡Dos nueces es muy poco para un estómago vació ¡
Pero lo que se da con amor siempre es más de lo que parece. María y José le agradecieron a la ardillita. Comieron sus nueces y su hambre quedó calmada.
Desde ese día, la ardilla tuvo la vida más fácil. Cuando se ponía a buscar sus provisiones escondidas, el suelo se iluminaba suavemente por los lugares donde
estaban y nunca más escarbó en vano.