Todas ellas tenían una cosa en común: habían pasado por distinta viscisitudes en su corta vida. Tantas, que ése apartado lugar era como el paraíso.
Tenían un sitio pequeño para cada una de ellas, podían disfrutar de juegos, cantos, risas.
A algunas les gustaba la música y miraban con admiración el gran piado que adornaba un rincón del bello hall.
A otras les encantaba resbalar por las escaleras, cosa que hacían cuando no eran vistas por la estricta persona que cuidaba de ellas, quien desde su despacho escuchaba sus cuchicheos y sus risas apagadas y no necesitaba saber lo que hacían, porque ella misma lo había hecho cuando niña. Sólo sonreía imaginando sus caras iluminadas por la sonrisa traviesa.
Unas más, disfrutaban con la gran biblioteca llena de tesoros, de historias, de cuentos infantiles, de biografías de grandes hombres y mujeres.
Había otras, que disfrutaban jugando con una casita con sus pequeños muebles de finas maderas y terciopelos. Se maravillaban con sus pequeños cuadros de grandes pintores hechos a escala; con los pequeños utensilios de cocna.
En fin. Cada momento pasado en ése sitio estaba lleno de alegría.
Cada quien realizaba una parte de los quehaceres del lugar y existían pocos problemas .
Qué diferencia!!!-pensaba una de ellas, recordando otro sitio. Que era igual de bonito, con un gran patio adornado con árboles y muy limpio y agradable. Con grandes salones y grandes dormitorios.
Pero donde el calor humano no existía.
Algunos años antes, llegó a dicho lugar de la mano de su madre. Le había dicho que irían de paseo y que estaría muy bien cuidada.
Fueron recibidas en una pequeña salita muy agradable, con plantas y silloncitos de mimbre. La mujer que las recibió era muy amable y dulce. De un rincón sacó una caja llena de juguetes. En su vida, la pequeña había visto tantas maravillas:
una hermosa muñeca de sedoso cabello, con un bonito vestido; un lujoso juego de té, diminutas cazuelitas de barro bellamente pintadas: jarritos, un metate, soplador. Trastecitos, trastesotes. Carritos y carrotes.
Mientras su madre platicaba con la mujer, ella se perdió en el mundo maravilloso del juego.
Ante sus ojos, la muñeca se convirtió en una hacendosa ama de casa, que con mucha delicadeza ofrecía té a sus invitados en una bella sala formada con las sillitas y mesitas que también había en la caja.
Era una sala de madera hecha con troncos, una alfombrita adornaba el improvisado recibidor. Había estufitas, refrigerador, en fin. Todo un mundo para divertirse.
De pronto, su mundo infantil se derrumbó. Su madre la abrazó, se despidió de ella y se alejó.
Empezó a llorar llamándola, primero con voz baja y después a gritos. Su madre no volteaba, seguramente con los ojos arrasados por el llanto.
En cuanto la madre estuvo lo suficientemente lejos, la mujer mostró su verdadero rostro. De la suave y amable mujercita no quedó mas que una vieja regañona que sin ningún miramiento la alzó como trapó viejo, le dió una nalgada y la llevo en vilo hacia el interior. Los "hermosa niña" con que la recibió, pasaron a ser "niña malcriada y mal educada". "Niña consentida, aquí vas a aprender"
A lo lejos, la silueta de su madre se perdió entre sus lágrimas y traspasó la gruesa puerta, dejándola en ésa prisión.
Los juguetes quedaron esparcidos como sus sueños e ilusiones, rotos en un sólo momento. De su mundo hasta ése momento armonioso, sólo quedó el recuerdo y el dolor de perderlo.
La luz se terminó para ella, así como la sonrisa se borró de sus labios por mucho tiempo. Ni siquiera tenía el consuelo de llorar, porque sus lágrimas parecían enervar aún más al energúmeno con faldas que era su celadora.
Pasaron muchos años para poder hacerlo.
-Vamos a jugar- la despertó de su pesadilla, una vocesita alegre y bulliciosa que logró espantar al ogro que la perseguía desde entonces.
Corriendo, se alejó saltando alegremente. Había logrado salir del infierno para volver al paraíso de un mundo infantil donde las risas, los juegos, los estudios eran tal y como debían ser.