Una pequeña miraba atenta a su madre al cocinar. Los sartenes parecían volar entre sus manos. Uno contenía arroz, en otro se cocinaba pollo, en otro las papas se impregnaban de crema y vegetales.
Ella esperaba sentada en su mesita de juguete a que su madre la mirara. Mientras éso sucedía comentaba con sus amiguitos (un pajarito y un gato) lo que sucedía en su vida, cómo la maestra había puesto en su frente una estrellita por su buen comportamiento; les platicaba cómo un amiguito había puesto una flor en su pupitre después de que ella le ayudara cuando se cayó.
También les contaba cómo su hermanita lloraba y no había quien la consolara... y ella le acercaba su biberón.
El gato rondaba por sus pies como si quisiera consolarla. Y el pajarito se posaba en su mano atento a sus palabras.
Pero ella sentía dentro de sí una gran tristeza. Mientras, los sartenes seguían bailando su danza febril, sacando humo através de sus tapaderas, como si fueran trenes en los cuales su madre se embarcaba para alejarse de ella y de todo.
La llevaban por rumbos conocidos.
En ellos tomaba el camino de la nostalgia, de la soledad, de la frustración.
Cada día se embarcaba en un viaje que le era doloroso, al que temía pero al que no podía negarse a ir.
Su vida transcurría entre un viaje entre laderas escarpadas y otro bajo toneladas de tierra que parecían quererla devorar.
Su único escape era ver las volutas de humo salir de sus sartenes. Deseaba tanto ser libre como ellas, para poder volar, volar lejos. Volar a tierras lejanas y desconocidas; tierras de las que oía hablar a sus hermanas, a sus cuñadas, lugares maravillosos a los cuales ella no podía acceder, porque estaba encadenada a una vida de inmensa soledad.
La soledad de aquellos que se afanan, que van de aquí para allá, frenéticamente entre actividad y actividad. Que llenan sus días de trabajo para no enfrentarse a sí mismas, para no cuestionarse, porque saben y temen lo que van a encontrar; a ellas mismas.