Había una vez....En un pequeño lugar, escondido en lo más recóndito del corazón de Dios una semilla.
Era una semilla pequeñita, delicada. Era una semilla conservada en lo más profundo del amor de Dios.
Era una semilla pensada, diseñada con un propósito que sólo El conocía.
Un día Dios decidió que era tiempo de que la pequeña semilla conociera el mundo. Un mundo creado por Amor de El y creado para goce de aquellos a quienes tanto ama.
Y un día germinó la semilla. Salió asomando un pequeño tallo; al sentir la calidez del sol, elevó su cuerpo hacia él, tratando de alcanzarlo, tratando de sentir dentro de sí su calor.
Empezaron a brotar de su tallo unas diminutas hojas, cada una de las cuales era una obra de arte por sí misma. Perfecta en cada una de sus partes.
Y finalmente surgió de su tallo, un botón. Era un botón hermoso, delicado, de brillante color, con la tersura de la seda y la belleza de un amanecer.
Con miedo al principio y con hambre de sol después, abrió sus pétalos para recibir en ellos el calor y la luz. Había nacido la primer flor, había nacido directamente del corazón de Dios, guardada con ternura y enviada al mundo finalmente para dar testimonio con su belleza de la grandeza de El.
Llevaba en su interior, muy dentro, semillas parecidas que un día al igual que ella, saldrían al mundo para embellecerlo, para recibir el calor y la luz del sol y para dar testimonio del Amor tan grande de Dios puesto en su creación.
Era una flor que no se preguntaba nada. Simplemente disfrutaba del sol, disfrutaba de la tierra que la alimentaba, disfrutaba del agua que caía del cielo. Sabía en el fondo de ella que el sol, la tierra y el agua eran enviadas por Aquel que la había creado para que los disfrutara y es lo que hacía todos los días.
En las mañanas abría sus pétalos para recibir el sol, bendecía a la tierra y cada vez que el agua caía sobre aprovechaba para darse un baño y quedar hermosa para Dios. Por las noches, cerraba sus pétalos para conservar el calor, la luz, el agua y el nutrimento recibidos. Para volver a abrirlos al día siguiente, como un agradecimiento a su Creador.
Aún las flores más sencillas, cumplen con el mandamiento más importante: "Amar a Dios sobre todas las cosas"; los hombres muchas veces lo olvidamos.
Dulces sueños.